CADA VEZ QUE HACES ESO
Jueves, 21:23 h.
—Cada vez que haces eso,
Dios estrangula un gatito. ¿Lo sabías, imbécil?
Levanté la cabeza ante
el sonido de la voz de Caroline y mi boca se curvó en un arco desdeñoso, al
tiempo que emitía un bufido.
—Teniendo en cuenta lo
poco que me importan ambos, Dios y gato —dije, sosteniendo el chupito que se
había quedado a medio camino a la altura de mis labios—, si acaso lo que acabas
de decirme es un extraño intento de regañarme, te pediría, por favor, que
concretaras. Hoy tengo un ligero
dolor de cabeza.
—¿Y cuándo Catherine
Simone Maynes no lo tiene? —replicó ella, alzando una ceja.
Volví a bufar. Lo
consideré esfuerzo suficiente para que Carol dedujera la respuesta, como así
fue, porque la adorada voz de mi conciencia adoptó enseguida la postura del
jarrón. Esa figura le sale de maravilla a esta mujer: una perfecta ejecución
simétrica de brazos en arco, ceño fruncido y expresión «Madre putativa en modo regañina»
ejecutándose en su rostro.
Que no tardó en llegar.
—Beber no te lo quitará,
¿no crees?
—¿Cómo que no?
—repliqué—. Si lo hago hasta perder el conocimiento verás tú como sí.
Ahora fue ella la que
bufó exasperada.
—¿Tú crees que esto es
normal?
Moví la cabeza con un
movimiento exagerado (en fin, todo lo que me lo permitía mi dolor de ídem) y
vocalicé igualmente de desmedido cuando dije:
—No. Increíble, ¿verdad?
La propietaria de un local en el que se sirven bebidas, sermoneando contra el
consumo de las mismas. Alucina.
Caroline torció la boca
en un gesto de contrariedad, sus ojos convertidos en dos rendijitas. Hala, allí
iban mis próximas doscientas raciones de mayonesa.
Mierda.
—Como en todo, el
secreto está en la moderación —dijo.
—Como en todo, exacto
—repliqué yo—. ¿Lo aplicamos también a las reprimendas? De verdad que me duele
la cabeza.
—Y, claro, en algún
sitio has leído que empinar el codo es el mejor remedio, ¿no?
¿De veras había dicho eso? ¿Empinar el codo?
Se lo dije:
—¿De veras has dicho
eso? ¿Empinar el codo?
—Pues sí, ¿qué pasa?
—Eso digo yo, qué pasa
hoy. ¿Te has levantado con el pie cambiado o qué, Carol?
—Pues mira, no.
Levantarme, lo que se dice levantarme, lo he hecho estupendamente. He pasado
una mañana muy normalita también. He ido al mercado y he comprado uva. ¿Te
gusta la uva? A mí, sí; la blanca. Me pirra. Así que me he comprado un racimo y
la he tomado de postre al mediodía. Después me he tumbado un ratito. Siempre me
acuesto un rato después de comer, deberías probarlo, es muy sano. —Pequeña
pausa y tono más intenso para añadir—: Ayuda a regenerar neuronas.
Tampoco habría hecho
falta que se molestara en levantar las dos cejas para reforzar el mensaje no-tan-subliminal.
Pero qué queréis que os
diga, a mí la uva, si no va mezclada con etanol, ni plim.
—Y he venido aquí
—continuó—. Y todo iba la mar de bien, pero solo hasta que ha entrado por la
puerta una chica tan maja como imbécil. Y mira, sí, ahí se me torció el día ya.
¡Bueno!, pensé con resignación. Estaba claro que hoy no
iba a ser El Día de Chupitos Sin Límite Para Cate en el Powanda.
—Vale ya, ¿eh?
—refunfuñé—. Que de verdad no me encuentro bien.
Iba a beberme el
chupito, pero no sé si fue lo de la coacción por el estrangulamiento de mininos
o el gesto ceñudo de Caroline lo que me detuvo.
Lo segundo, está claro.
—Oye, deja de mirarme
así —protesté—. Emites mensajes contradictorios, ¿sabes? Eres como una señal de
prohibido el paso que esté haciendo el gesto de «Pasen, pasen». ¡Joder, Carol,
que estás detrás de la barra de un bar, con una legión de botellas a tu
espalda!
—¡Marie, un combinado de
salmón! —fue toda su respuesta, vociferada sin girarse.
Pues qué bien, cómo
mejoraba el día, coño. No me dejaba beber, pero me daba de comer. Menuda
mierda. No quería comer. Y menos comida sana. Y menos una que incluyera un pez.
¡Comida sana con un pez, por favor!
Comerse un pez muerto
con la mayonesa restringida es una perspectiva terrible. ¡Terrible!
—Carol… —le advertí.
—Cate… —me imitó ella.
Y ahí estábamos de nuevo, metidas en nuestro habitual duelo de cabezonas. Esto venía ocurriendo desde que esta mujer me
tomó confianza (y a su maternal cargo) en una ocasión que me pasé
con la bebida y la lengua se me fue tras las cuitas de mi desconchado corazón
(bonito tópico, en efecto: borrachuza le cuenta las penas a la barwoman). Hasta ese momento todo iba bien: yo estaba hecha una mierda,
bebía hasta perder el conocimiento, follaba como una descosida con todo dios
(en fin, diosa) y no sabía qué hacer con mi vida. ¡Era una mierda de vida
perfecta!
Pero… un día me dio por entrar en un local llamado
Powanda, con una dueña llamada Caroline, y ahí se acabó mi asquerosa buena
racha. La susodicha propietaria se hartó del espectro cochambroso que hacía feo
con la decoración (yo, por si no lo habéis pillado) y se acercó a hablar
conmigo.
¡Para qué más! Tú dale a
una borracha con la vida hecha mistos una oreja receptiva y ya puedes echarle
horas. Ese día lloré mares y le conté a la pobre mujer todo lo que llevaba
arrastrando desde que había abandonado Illica con el corazón laminado. Un
relato que hablaba de amor desesperado, zorras pomposas, sangre canalla, la
mujer de mi vida y un desafortunado disparo.
Eso, miseria arriba,
miseria abajo, era un buen resumen de lo que me había hecho recalar en Océano.
De cómo había pasado de ser una policía bien considerada a prácticamente una
apestada, cambio de perspectiva producto de la campaña de desprestigio y
hostigamiento que los De Sants habían emprendido contra mí. Total, por dejar en
estado vegetativo al capullo de su hijo, un hideputa cuya cabeza acabó
tropezando con una de las balas de mi pistola reglamentaria cierto día de
mierda que todo saltó por los aires (parte de su corteza cerebral incluida).
Helena, por ejemplo.
Helena fue una de esas cosas que saltó por los aires. Tan lejos que ya no pude
alcanzarla, tan dolorosamente que me incapacitó para sentir cualquier otra
cosa. El amor que se me volvió desesperado. Hija de los De Sants, hermana del
capullo descerebrado. La mujer de mi vida.
Pero mujer, pensaréis. ¿Cómo
no iba a dejarte? ¡Le volaste la cabeza a su hermano!
Pues sí, pero no. A ver, ¿por qué? ¿Por qué? Que
sí, coño, de acuerdo, le volé la cabeza, lo admito. ¡Pero joder, esas cosas
pasan! Sobre todo, si una de las partes implicadas es policía y la otra un
cabrón sinvergüenza que se empeña en buscarle las cosquillas a la ley. La
hostia casi que la tienes asegurada.
Y yo lo veía. Oh, vaya
si veía al hermanísimo como un candidato perfecto a hostión. Y Helena también, claro
que ella también lo veía. Porque Helena sabía cómo era su hermano. De qué pasta
estaba hecho. Tenía claro que era un renglón, más que torcido, retorcido. Una
línea punto y aparte que unos padres excesivamente protectores,
equivocadamente indulgentes, habían dejado malcrecer mientras miraban hacia
otro lado. Y así, Romus fue la mala hierba mimada, protegida y exculpada,
crecida en un jardín en el que debía primar, por encima de todo, la belleza,
por muy vacua que fuera, por muy aparente, por mucho veneno que ocultara su
rutilante fachada. Un niño bien al que siempre se le había consentido todo. Un
mocoso que creció y, con él, sus toleradas escaramuzas.
Pero llegó un momento en
que ya no fueron pequeñas putadas o jodiendas propias de un capullo malcriado.
Ya no fue emborracharse y estampar el Lamborghini contra la terraza del pub del que te acaban de expulsar. No fue
trapichear con pequeñas cantidades, o enviar a todos tus contactos de WhatsApp
la foto desnuda de uno de tus ligues de fin de semana. No fue desentenderte del
embarazo de la ex siguiente a la siguiente ex, o liarte a puñetazos a la salida
de una discoteca.
No, fueron más. Más
peligrosas, con peores consecuencias, cruzando la línea de las faltas para
entrar de lleno en el delito. Y yo lo veía, sí, vaya si lo veía. Observaba el
saco engordando y engordando, con las costuras a punto de reventar. Y Helena también,
por supuesto que también lo veía. Pero era su hermano. Y le asqueaba. Pero era
su hermano. Y yo era yo. Pero él era él, era su hermano.
Y estaba escrito que en
algún momento el saco reventaría y la brillante carrera del heredero De Sants
como hideputa sobreprotegido tendría su primer tropiezo serio. Y lo tuvo, y fue
muy, pero que muy serio. Mucho.
Que fue mi bala y quedó
en coma y Helena me dejó.
Y es que, por muy
canalla, hideputa y capullo malcriado que fuese, era su hermano.
Todo eso le conté aquel
día a Caroline, entre mocos e hipidos. Mi mierda de vida. El asquito que daba.
Lo horrible que era levantarse cada mañana. Y pasar el día. Y acostarse cada
noche. Y volverse a levantar. Y no dormir. Y recordar. Y llorar.
La lástima que debí de darle
estoy segura de que alcanzaría el nivel Gatito Con Ojos Enormes Y Húmedos en la
escala de «Cosas adorables que te tocan la fibra (Sección Almas en Pena)»,
porque desde ese día Caroline me acogió como a una especie de hija putativa.
Claro, siendo madre de hijo muerto... Creo que vine a ser para ella como una
especie de sustitutivo filial. Y no es que me queje, a ver, solo que a veces
eso supone un impedimento para mi borrachera de los jueves. Y eso jode. Un
poco. Un poquito. Jode un poco poquito. ¡Que es la de los jueves, coño! (para
vuestra información, el jueves es el día del 2x1 en decenas de bares de la
ciudad).
Pero en fin, pese a eso,
la cuestión es que Caroline fue una de mis primeras amigas en Océano, y en su
putativa maternidad de acogida estaba empeñada en hacerme mantener unos hábitos
mínimamente saludables (la amenaza del combinado de salmón era una muestra).
Sí, cierto, también me servía alcohol, pero después de que yo desapareciera
tiempo atrás durante varias semanas tras una acalorada discusión por el tema
(no sé yo esta mujer qué pensaba que podría hacer en su bar sino bebérmelo de
la A a la Z), Caroline procuró limitar el ámbito de su preocupación. Supongo
que se dio cuenta de que si zapateaba con demasiada fuerza la bicha huiría
espantada, así que echó el freno y se dejó de sermones apocalípticos (como
podéis comprobar, los de menor entidad todavía los ejercía, para mi desgracia)
y pasó a la táctica de los bufidos, los brazos en jarra y los peces muertos con
guarnición de verdura. Probablemente llegó a la conclusión de que al menos,
anclada a la barra del Powanda, por muy feo que hiciera con la decoración,
podía mantenerme bajo el alcance de su radar. Creo que la pobre tenía la idea
de que, lejos de ella, servidora se trasmutaba en algo así como una borrachuza
de manual, una suerte de engendro de cara abotargada, párpados hinchados y
vozarrón cazallero que iba dando tumbos de bar en bar y traspiés por oscuros
callejones donde devolver a la madre Tierra el fruto de su destilación.
Y no, realmente. Podría
parecerlo pero no, en absoluto: yo era una beoda muy de mi casa. De las de
acabar la noche con la cabeza metida en inodoro propio y privado y no en ajeno
y público. A mí, la pérdida de todo lo que tenía, de todo lo que era, de la
vida que llevaba y del amor de mi vida, me dio para bebedora decente, discreta,
de muy a lo suyo, con su vasito y sus circunstancias, ahí calladita, acodada
sobre la barra del bar de turno, sin dar guerra ni la murga con mis penas
(excepción hecha, claro, de Caroline). Beber y callar, eso era lo que yo hacía.
Borracha, sí, pero toda una señora desecho, ojo.
***